martes, 29 de julio de 2014

María

Desde hace más de una década visito a mi tía con cierta regularidad. La vine a ver por primera vez en el año 2000, a la  casa de São João do Estoril una localidad costera a 30 kilómetros de Lisboa—, donde estoy ahora. Pasé con ella en esta misma casa, de un barrio llamado Galiza, los últimos meses del 2001. Juntas vimos el derrumbe de las Torres Gemelas y el comienzo de la guerra de Irak en 2003. Ese año yo había decidido estudiar lengua y cultura portuguesas, y me había mudado a Lisboa. No vivía con mi tía, pero la frecuentaba. Después volví a Buenos Aires y siete años más tarde, en mayo de 2011, en el lugar de siempre, nos volvimos a ver. Esa vez charlamos mucho. Quizá, más que las veces anteriores. Y fue durante ese breve período, entre una charla y otra, cuando me pregunté, una y otra vez, cómo, con qué recursos, cuando se carece de casi todo, llega una mujer a formar su carácter y defenderse y vivir, de adulta, todas las vidas que le han tocado. Porque María, intuí en ese entonces, es muchas —demasiadas— mujeres a la vez. Mirarla a ella era como mirar un destino colectivo sobre el que me hacía preguntas.
Tal vez por eso, tiempo después vuelvo a verla. Ella me recibe como si me hubiese estado esperando. Yo, como diciendo: “¿Viste que no pasó tanto tiempo al final?”.
Sin embargo, algunas cosas han cambiado desde la última vez: ahora y desde hace tres semanas, María está postrada recuperándose, después de una caída, de una cirugía de fémur.
Que los huesos se achaquen y se rompan es usual a determinada edad y, en ocasiones, en muchas, las consecuencias de dichos achaques son previsibles, además de tristes. Sin embargo hay algo que me tranquiliza: mi tía no suele ser la regla. Así como se la ve, sola y medio descangayada, derriba estadísticas, altera pronósticos, acorta tiempos de recuperación y me pregunta, desde la cama después de saludarme y sonreír y ser, contra toda previsión, la de siempre en la voz y el espíritu en alto, si ya almorcé, si no me gustaría comer algo, que en la heladera hay de todo. Fijate: hay queso, hay leche, hay carne.
—Hacete un sándwich, vos al final nunca comés nada.
Yo no comeré nada, pienso, pero vos, tía, no cambiás más.

(fragmento del texto Todas las vidas de María)