jueves, 3 de marzo de 2016

El Rey del Arco




Ataúlfo Sánchez bajó del avión, tomó su maleta y fue directo a la zona de migración del aeropuerto de la ciudad de México. Era un día lluvioso de 2001, pero el mal tiempo no opacaba la alegría de aquel hombre. Sánchez pisaba suelo azteca después de 33 años. Lo acompañaban su mujer, Vilma Alba Zilio, y parte de su prole: su hija mayor, el marido de ella y sus hijos. El exportero del club América quería mostrarles a sus nietos, Brenda y Germán, el estadio que había visto inaugurar; quería visitar a viejos amigos y revivir una vuelta a las playas de Acapulco, donde solía pasar los fines de semana y había sido feliz. Ese era el plan, pero algo lo alteró. El oficial de migración le pidió a Sánchez el pasaporte. Miró el documento y después a su dueño. Volvió a hacerlo una vez y otra, y sorprendido por lo que parecía ser una posibilidad improbable arriesgó: “¿Ataúlfo?”
–Sí –se adelantó, resuelta, la esposa, el mismo que usted supone.
Y así, recuerda hoy Sánchez, empezó todo.
El oficial lo retuvo: le ofreció el salón vip. Les dijo a sus compañeros y a otros colegas de seguridad: “Miren quién está acá.” Era un fan ante su ídolo.
Cuando por fin pudo zafarse, Sánchez buscó la salida y se reencontró con su amigo Héctor Ferrari, quien, aviso mediante, lo aguardaba. Después, la familia entera partió hacia el hotel Krystal, pero este no resultó ser lo que los Sánchez esperaban y al día siguiente se trasladaron al hotel Royal, donde se concentraba la plantilla de jugadores del América, el club en el que tres décadas antes Sánchez había brillado.
En aquel entonces, su itinerario había sido el siguiente: después de su paso por el Defensores Unidos de Zárate un club menor de una ciudad del norte del conurbano bonaerense, en Argentina, donde se había iniciado siendo apenas un adolescente, y luego de una temporada en el club Racing de Avellaneda, que lo había dejado libre, Sánchez recibió de las Águilas una oferta que lo entusiasmó. Corría 1962, y en una sala del hotel Claridge de Buenos Aires, Guillermo Cañedo, presidente de los americanistas, le extendía al futuro Rey del Arco un contrato. No era por mucha plata, pero superaba a lo que recibía en Argentina, donde pasaba meses sin ver un centavo. El trámite con Cañedo no duró más de veinte minutos. El resto fue también vertiginoso: Sánchez reunió a su mujer y a sus hijos, metió dos o tres cosas en una maleta y partió con la sensación de quien tiene todo por delante.
Y por delante lo tuvo todo: reconocimiento, amigos y una hija mexicana. Sánchez fue el arquero titular del América el día de la inauguración del Estadio Azteca. El 29 de mayo de 1966, cuando Díaz Ordaz dio el puntapié inicial, fue él quien le recibió el balón. En ese campeonato, temporada 65-66, el triunfo del América sobre el Veracruz significó para su equipo el primer título de la era profesional. En el video que registró el triunfo y que puede verse por YouTube, Sánchez intercepta lances de medio campo y festeja la final a hombros. Fueron esas atajadas prodigiosas las que le ganaron el mote del Rey del Arco.
De modo que aquel día, en ese hotel del sur de la ciudad de México, Ataúlfo Sánchez volvió a estar cerca de su equipo. En el lobby, el argentino Alfio Basile, director técnico de las Águilas, se cruzó de improviso con el recién llegado. “¿Pero qué hacés vos acá, galán de San Diego, Chulito querido?”, le dijo. Y también le dijo que el domingo, dos días después, empezaba el campeonato mexicano.
El club América se debatiría ante el Pachuca. El partido inaugural tendría lugar en el Azteca. La radio, la televisión y varios medios gráficos estaban invitados. Sánchez y familia, también.
Al llegar al estadio, la encargada de relaciones públicas del club los interceptó: les presentó al presidente del América, Javier Pérez Teuffer, organizó el encuentro con la prensa y los hizo pisar la cancha como invitados de lujo. Hubo fotos y largos reportajes como el del diario deportivo Esto. El público empezó a murmurar: algo sucedía en el campo de juego. Entonces por los altavoces oyeron el anuncio: “Se encuentra entre nosotros Ataúlfo Sánchez, quien fuera campeón del América en el año 65-66.” Se sucedieron aplausos, hubo ovación. La familia dio la vuelta olímpica. Al verse en pantalla gigante y sentir el revuelo circundante, Sánchez pensó que el corazón iba a estallarle. “Tranquilo, tranquilo”, le decía por lo bajo su mujer. Después, cuando Basile ingresó a la cancha y le calzó la camiseta de los azulcremas que, en la espalda, llevaba estampado su nombre, la cosa cobró visos apoteósicos. Con el balón en su poder, el exportero dio el puntapié inicial y partió rumbo al palco oficial junto a los suyos y otros directivos. Otra vez, Ataúlfo Sánchez llegaba a México en el momento justo.

(Fragmento del texto publicado en el número de febrero de la revista Letras Libres)