Es domingo, son
casi las once de la mañana y hay sol. En días de sol, me digo, uno no debería discutir, pero lo mismo
mamá me llama y se empecina.
—Es para recordarte
lo de tía Silvita —dice.
Tía Silvita no
tuvo otra idea que organizarle al tío Rodo un almuerzo sorpresa en el Club Siderca.
El tío cumple sesenta y lo van celebrar: empanadas, asado, un bizcochuelo. Si yo fuera el tío, pienso, eso sería lo último que querría en la vida. Pero como todos no piensan así, menos mal, yo me callo, y ellos nos invitan.
—¿Por qué no te
venís? —insiste mamá—, vení un rato por lo menos.
Le digo que sí, que
me gustaría pero que no puedo.
—Mirá qué justo,
mamá —digo—, justo me reservé el domingo para escribir.
Ella no aguanta,
lo sé, y vuelve a decirme lo que viene diciéndome de un tiempo a esta parte:
que me estoy tomando la escritura muy a pecho, que ningún hobby funciona así.
Escucho la
palabra hobby y exploto.
Si hay algo que
mamá no soporta es que llore. Me pide disculpas, me doy cuenta de que lo siente
de verdad, pero es tarde. La cosa no da para más, y digo que quiero cortar y corto y
me queda una sensación de quéclasedehijasoy.
No sé, no me
importa.
Solo sé que
necesito un café con cinco cucharadas de azúcar. Y también necesito cambiar de
lugar. Si dejo el escritorio y me voy al sofá, quién sabe, con otra
perspectiva, lejos del teléfono, del portero y del cielo sin nubes que
veo a través de la ventana, tal vez me concentre y pueda por fin terminar.
No lo pienso
más: bajo las cortinas y voy.