lunes, 11 de diciembre de 2023

«Amarcord», 50 años

Texto publicado en el suplemento dominical del diario La Nación.


Desde el estreno de Amarcord en diciembre de 1973, el mundo ha cambiado radicalmente. La manera de hacer cine y de consumirlo también. Algunos aún sienten el cimbronazo y tienen saudades. En una nota publicada en 2011, en el suplemento adnCultura de la Argentina, el crítico Néstor Tirri dice respecto de estos avatares algo más o menos así: “Hay una generación que todavía se pregunta adónde han ido a parar los principios estéticos que provocaron estremecimientos con películas como Casanova, Amarcord o La dolce vita, de Fellini, y El silencio y Tres almas desnudas, de Bergman, por evocar solo algunos títulos de dos filmografías irrepetibles”. En la misma sintonía, habla Martin Scorsese en un artículo que publica, una década más tarde, el periódico francés Le Monde Diplomatique: El cine, convertido en entretenimiento visual, ha perdido su magia”.

Sin ahondar en los cambios de fórmulas o en la evolución del lenguaje cinematográfico, nos adentramos en Amarcord, cuyo recuerdo permanece lozano y vivo.

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Algunos resultados que arroja Google cuando se escribe la palabra Amarcord dicen cosas como “Crónica de la vida cotidiana en un pueblo del norte de Italia durante el fascismo”; “Grotesca estampa de una ciudad habitada por una caterva de pintorescos y cómicos personajes”; “Una sucesión de episodios que ocurren en un pequeño pueblo costero del norte de Italia a lo largo de un año entero, desde que llegan los vilanos en primavera hasta que se repite ese mismo fenómeno un año después”; “La película más personal de Federico Fellini, que satiriza su juventud y convierte la vida cotidiana en un circo.

Que sea la película más personal de Fellini es una afirmación discutible. Con todo, no hay que escarbar demasiado para darse cuenta del marcado contenido autobiográfico de la obra. Dicho por algunos estudiosos y admitido por el propio realizador, Fellini se siente aún perseguido por un cúmulo de recuerdos adolescentes (experiencias totalmente subjetivas y distorsionadas) y quiere liberarse. Procura soltar o acaso exorcizar las sombras que aún lo poseen para dar el adiós definitivo a Rímini o a cierta época de su vida en Rímini. No está seguro de si puede uno deshacerse de ese lastre prenatal, pero lo intenta. Y en el intento se rodea de nombres clave del cine italiano.

Busca a Tonino Guerra, y juntos escriben el guion. Guerra es poeta y es, además, de Santarcangelo, un pueblo montañoso cercano a la costa adriática, pintoresco y teatral (así lo recuerdo yo durante mi paso un inolvidable pomeriggio de primavera). “También él puede contar historias parecidas a las mías —ha dicho Fellini—. Nos une el mismo dialecto y una infancia pasada en la misma campiña, la misma nieve, el mismo mar”.

A Guerra se suman, entre otros, Franco Cristaldi, quien respalda y permite dar inicio al proyecto; Giuseppe Rotunno, a cargo de la dirección fotográfica; y Nino Rota, quien compone para Amarcord una de las piezas más recordadas y queridas del cine mundial.

A estos nombres, se añade luego el elenco: las caras, los gestos, los cuerpos, a cuya selección Fellini dedica meses. Una tarea desmesurada, neurótica, en la que al cineasta casi siempre se le va la vida. Nunca es suficiente, nunca quiere que termine.

Los candidatos en los que pone el ojo para Amarcord son en su mayoría aficionados y actores de compañías de provincia: rostros sugerentes, expresivos, caricaturescos. Pensemos solo en el paisaje humano de la escuela, aquella pobre escuela ignorante, y, en concreto, en el profesor de Griego, quien fracasa una y otra vez al intentar que un alumno pronuncie correctamente la palabra emarpszamen.

No hay en el filme, sin embargo, un protagonista verdadero. “Si algún personaje es su centro —anota el crítico de cine Hollis Alpert—, lo es el adolescente Titta, presuntamente sugerido por el amigo de la adolescencia de Fellini”. Bruno Zanin, el único sobreviviente del elenco de Amarcord, encarna a aquel rubiecito que se pierde entre las tetas de una tabaquera de Rímini.

Otra figura relevante es la de Gradisca, mujer bomba con la que fantasean y por la que suspiran los hombres, adolescentes y adultos, de todo el pueblo. “Delante del café Commercio —se lee en Rímini, mi pueblo, de Fellini—, también pasaba la Gradisca. Vestida de un raso negro que despedía fulgores de acero, despertaba auténticas pasiones. Las caderazas parecían ruedas de locomotoras en movimiento”.

La única que sirve para este papel, en opinión de Federico, es Sandra Milo, pero, por entonces, Milo se ha retirado del cine y se niega a volver, a pesar de la obstinada insistencia del cineasta (dicen que hasta llegó a enviarle un centenar de rosas rojas que incluían, además, una carta triste y desesperada). El reemplazo ocurre, no obstante, rápida y satisfactoriamente. Magalí Noel, quien ha desempeñado ya un papel menor en La dolce vita (1960), se convierte en Gradisca y en el único nombre destacado en todo el reparto de Amarcord. La Rímini de Fellini, recreada enteramente en los terrenos de Cinecittà, está lista, y es tiempo de empezar a rodar. Así, sin más preámbulos, se empieza. 

 (la nota completa, en el suplemento dominical del diario La Nación)

viernes, 24 de noviembre de 2023

«Amarcord», un viaje al pasado con ironía y extravagancia


Amarcord cumple cincuenta años, y en La Nación, lo celebramos con esta nota.

«Fellini busca, en efecto, un término que exprese dos perspectivas o direcciones posibles; que indique una cosa y también la contraria: ternura e ironía, juicio y complicidad, rechazo y adhesión. Y lo encuentra en la recreación de un vocablo: amarcord un raro giro fonético, una paradoja verbal, la imitación de un desahogo, que acaba renovándose en la mayoría de los diccionarios de Italia»