Desde el estreno de Amarcord, en diciembre de 1973, el mundo ha cambiado radicalmente. La manera de hacer cine y de consumirlo también. Algunos aún sienten el cimbronazo y tienen saudades. En una nota publicada en 2011, en el suplemento adnCultura de la Argentina, el crítico Néstor Tirri dice respecto de estos avatares algo más o menos así: “Hay una generación que todavía se pregunta adónde han ido a parar los principios estéticos que provocaron estremecimientos con películas como Casanova, Amarcord o La dolce vita, de Fellini, y El silencio y Tres almas desnudas, de Bergman, por evocar solo algunos títulos de dos filmografías irrepetibles”. En la misma sintonía, habla Martin Scorsese en un artículo que publica, una década más tarde, el periódico francés Le Monde Diplomatique: “El cine, convertido en entretenimiento visual, ha perdido su magia”.
Sin ahondar en los cambios de fórmulas o en la evolución del lenguaje cinematográfico, nos adentramos en Amarcord, cuyo recuerdo permanece lozano y vivo.
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Algunos
resultados que arroja Google cuando se escribe la palabra Amarcord dicen
cosas como “Crónica
de la vida cotidiana en un pueblo del norte de Italia durante el
fascismo”; “Grotesca estampa de
una ciudad habitada por una caterva de pintorescos y cómicos personajes”; “Una
sucesión de episodios que ocurren en un pequeño pueblo costero del norte de
Italia a lo largo de un año entero, desde que llegan los vilanos en primavera
hasta que se repite ese mismo fenómeno un año después”; “La
película más personal de Federico Fellini, que satiriza su juventud y convierte
la vida cotidiana en un circo.
Que sea la película más personal de Fellini es una afirmación
discutible. Con todo, no hay que escarbar demasiado para darse cuenta del
marcado contenido autobiográfico de la obra. Dicho por
algunos estudiosos y admitido por el propio realizador, Fellini se siente aún
perseguido por un cúmulo de recuerdos adolescentes (experiencias totalmente
subjetivas y distorsionadas) y quiere liberarse. Procura soltar o acaso
exorcizar las sombras que aún lo poseen para dar el adiós definitivo a Rímini o
a cierta época de su vida en Rímini. No está seguro de si puede uno
deshacerse de ese lastre prenatal, pero lo intenta. Y en el intento se rodea de
nombres clave del cine italiano.
Busca
a Tonino Guerra, y juntos escriben el guion. Guerra es poeta y es, además, de
Santarcangelo, un pueblo montañoso cercano a la costa adriática, pintoresco y
teatral (así lo recuerdo yo durante mi paso un inolvidable pomeriggio de
primavera). “También él puede contar historias parecidas a las mías —dice Fellini—. Nos une el mismo dialecto y una infancia pasada en la
misma campiña, la misma nieve, el mismo mar”.
A Guerra se suman, entre otros, Franco Cristaldi, quien respalda y permite dar inicio al proyecto; Giuseppe Rotunno, a cargo de la dirección fotográfica; y Nino Rota, quien compone para Amarcord una de las piezas más recordadas y queridas del cine mundial.
A estos nombres, se añade luego el elenco: las caras, los gestos, los cuerpos, a cuya selección Fellini dedica meses. Una tarea desmesurada, neurótica, en la que al cineasta casi siempre se le va la vida. Nunca es suficiente, nunca quiere que termine.
Los
candidatos en los que pone el ojo para Amarcord son en su
mayoría aficionados y actores de compañías de provincia: rostros sugerentes,
expresivos, caricaturescos. Pensemos solo en el paisaje humano de la escuela,
aquella pobre escuela ignorante, y, en concreto, en el profesor de Griego,
quien fracasa una y otra vez al intentar que un alumno pronuncie correctamente
la palabra emarpszamen.
No
hay en el filme, sin embargo, un protagonista verdadero. “Si algún personaje es
su centro —anota el crítico de cine Hollis Alpert—, lo es el
adolescente Titta, presuntamente sugerido por el amigo de la adolescencia de
Fellini”. Bruno Zanin, el único sobreviviente del elenco de Amarcord,
encarna a aquel rubiecito que se pierde entre las tetas de una tabaquera de
Rímini.
Otra
figura relevante es la de Gradisca, mujer bomba con la que fantasean y por la
que suspiran los hombres, adolescentes y adultos, de todo el pueblo. “Delante
del café Commercio —se lee en Rímini, mi pueblo, de
Fellini—, también pasaba la Gradisca. Vestida de un raso negro que
despedía fulgores de acero, despertaba auténticas pasiones. Las caderazas
parecían ruedas de locomotoras en movimiento”.
La
única que sirve para este papel, en opinión de Federico, es Sandra Milo, pero,
por entonces, Milo se ha retirado del cine y se niega a volver, a pesar de la
obstinada insistencia del cineasta (dicen que hasta llegó a enviarle un
centenar de rosas rojas que incluían, además, una carta triste
y desesperada). El reemplazo ocurre, no obstante, rápida y
satisfactoriamente. Magalí Noel, quien ha desempeñado ya un papel menor
en La dolce vita (1960), se convierte en Gradisca y en el
único nombre destacado en todo el reparto de Amarcord. La Rímini de
Fellini, recreada enteramente en los terrenos de Cinecittà, está lista, y es tiempo de
empezar a rodar. Así, sin más preámbulos, se empieza.
(la nota completa, en el suplemento dominical del diario La Nación)
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