Ataúlfo
Sánchez bajó del avión, tomó su maleta y fue directo a la zona de migración del
aeropuerto de la ciudad de México. Era un día lluvioso de 2001, pero el mal
tiempo no opacaba la alegría de aquel hombre. Sánchez pisaba suelo azteca
después de 33 años. Lo acompañaban su mujer, Vilma
Alba Zilio, y parte de su prole: su hija mayor, el marido de ella y sus hijos.
El exportero del club América quería mostrarles a sus nietos, Brenda y Germán,
el estadio que había visto inaugurar; quería visitar a viejos amigos y revivir
una vuelta a las playas de Acapulco, donde solía pasar los fines de semana y
había sido feliz. Ese era el plan, pero algo lo alteró. El oficial de migración
le pidió a Sánchez el pasaporte. Miró el documento y después a su dueño. Volvió
a hacerlo una vez y otra, y sorprendido por lo que parecía ser una posibilidad
improbable arriesgó: “¿Ataúlfo?”
–Sí –se adelantó, resuelta, la esposa–, el mismo que usted supone.
Y
así, recuerda hoy Sánchez, empezó todo.
El oficial lo retuvo: le ofreció el salón vip. Les dijo a sus compañeros y a otros
colegas de seguridad: “Miren quién está acá.” Era un fan ante su ídolo.
Cuando
por fin pudo zafarse, Sánchez buscó la salida y se reencontró con su amigo
Héctor Ferrari, quien, aviso mediante, lo aguardaba. Después, la familia entera
partió hacia el hotel Krystal, pero este no resultó ser lo que los Sánchez
esperaban y al día siguiente se trasladaron al hotel Royal, donde se concentraba
la plantilla de jugadores del América, el club en el que tres décadas antes
Sánchez había brillado.
En
aquel entonces, su itinerario había sido el siguiente: después de su paso por
el Defensores Unidos de Zárate –un club
menor de una ciudad del norte del conurbano bonaerense, en Argentina–, donde se había iniciado siendo apenas un
adolescente, y luego de una temporada en el club Racing de Avellaneda, que lo
había dejado libre, Sánchez recibió de las Águilas una oferta que lo entusiasmó.
Corría 1962, y en una sala del hotel Claridge de Buenos Aires, Guillermo Cañedo,
presidente de los americanistas, le extendía al futuro Rey del Arco un contrato.
No era por mucha plata, pero superaba a lo que recibía en Argentina, donde pasaba
meses sin ver un centavo. El trámite con Cañedo no duró más de veinte minutos.
El resto fue también vertiginoso: Sánchez reunió a su mujer y a sus hijos, metió
dos o tres cosas en una maleta y partió con la sensación de quien tiene todo
por delante.
Y
por delante lo tuvo todo: reconocimiento, amigos y una hija mexicana. Sánchez
fue el arquero titular del América el día de la inauguración del Estadio Azteca.
El 29 de mayo de 1966, cuando Díaz Ordaz dio el puntapié inicial, fue él quien
le recibió el balón. En ese campeonato, temporada 65-66, el triunfo del América
sobre el Veracruz significó para su equipo el primer título de la era profesional.
En el video que registró el triunfo y que puede verse por YouTube, Sánchez
intercepta lances de medio campo y festeja la final a hombros. Fueron esas atajadas
prodigiosas las que le ganaron el mote del Rey del Arco.
De
modo que aquel día, en ese hotel del sur de la ciudad de México, Ataúlfo
Sánchez volvió a estar cerca de su equipo. En el lobby, el argentino Alfio
Basile, director técnico de las Águilas, se cruzó de improviso con el recién
llegado. “¿Pero qué hacés vos acá, galán de San Diego, Chulito querido?”, le
dijo. Y también le dijo que el domingo, dos días después, empezaba el
campeonato mexicano.
El
club América se debatiría ante el Pachuca. El partido inaugural tendría lugar
en el Azteca. La radio, la televisión y varios medios gráficos estaban
invitados. Sánchez y familia, también.
Al
llegar al estadio, la encargada de relaciones públicas del club los interceptó:
les presentó al presidente del América, Javier Pérez Teuffer, organizó el encuentro con la
prensa y los hizo pisar la cancha como invitados de lujo. Hubo fotos y largos
reportajes como el del diario deportivo Esto.
El público empezó a murmurar: algo sucedía en el campo de juego. Entonces por
los altavoces oyeron el anuncio: “Se encuentra entre nosotros Ataúlfo Sánchez,
quien fuera campeón del América en el año 65-66.” Se sucedieron aplausos,
hubo ovación. La familia dio la vuelta olímpica. Al verse en pantalla gigante y
sentir el revuelo circundante, Sánchez pensó que el corazón iba a estallarle.
“Tranquilo, tranquilo”, le decía por lo bajo su mujer. Después, cuando Basile
ingresó a la cancha y le calzó la camiseta de los azulcremas que, en la
espalda, llevaba estampado su nombre, la cosa cobró visos apoteósicos. Con el
balón en su poder, el exportero dio el puntapié inicial y partió rumbo al palco
oficial junto a los suyos y otros directivos. Otra vez, Ataúlfo Sánchez llegaba
a México en el momento justo.
(Fragmento del texto publicado en el número de febrero de la revista Letras Libres)