Es
feriado y es el día en quedé en encontrarme con el hombre que más sabe de
tanatopraxia y tanatoestética en Argentina; el que introdujo las dos técnicas
cuando en el país nadie las practicaba; el mismo que preparó los cuerpos de
Poli Armentano, María Elena Walsh, Caloi y Amalia de Fortabat. Entre otras
cosas, voy preguntarle qué gracia tiene maquillar a alguien que ya no puede
mirarse en el espejo. Y también voy pedirle permiso para ver en vivo cómo lo
hace. Y con eso —y varias cosas más—, voy a escribir un retrato.
Daniel
Carunchio vive y trabaja en Boulogne —una ciudad del Gran Buenos Aires, situada a unos 30
kilómetros de la Capital Federal— y hoy está dando un curso en la funeraria que
abrió recientemente. Para llegar desde barrio Norte, hay que tomar el 60 Ramal
Panamericana, bajar en Camino Real Morón, cruzar el puente que, a esa altura,
se alza sobre la ruta, bordear el cementerio de Boulogne y caminar por la calle
Nuestras Malvinas, unas cinco cuadras.
Son
las nueve de la mañana. “Daniel, buen día —escribo por Whatsapp, al llegar a la parada de Sánchez
de Bustamante y Las Heras—, no bien tome el colectivo, te aviso. Lo estoy
esperando”. Pero el colectivo tarda: veinte minutos, treinta. “No viene más”,
pienso. Y también pienso que debí haberlo previsto. Es jueves 24 de marzo,
jornada de homenajes por los cuarenta años del golpe militar, previo al domingo
de Pascua, y Barack Obama está en Buenos Aires. La ciudad es una maraña. La
frecuencia de colectivos parece haber disminuido, pero hay más autos y calles
cortadas y gente con ganas de partir. Lejos. Y hay, además, algo raro en el
aire: mezcla de verano que no termina de irse y otoño que quiere llegar.
Momento bisagra del año y uno de esos días para los que uno no encuentra
explicación ni lugar en el calendario, mucho menos si ha quedado en entrevistar
a un maquillador de muertos y si, de repente, bajo el techito donde espera el
colectivo no queda nadie. Los que estaban acá, conmigo, acabo de darme cuenta,
tomaron otra línea y me dejaron. Estoy sola como cuando escribo. En lugar de
repasar mentalmente las preguntas de la entrevista, me inquieto y me digo cosas
como quién me manda a ir hoy a Boulogne. Y me respondo que nadie, excepto yo y
mi grandísima voluntad. Y me digo que por qué lo hago y arriesgo que lo hago
porque me gusta, a lo mejor porque me gusta más de la cuenta, y que eso
básicamente lo justifica todo. Y que, en suma, escribir no es solo arrellanarse
frente a un teclado, a espaldas del mundo: es eso y es esta espera infinita y
varias cosas más que no viene a cuento enumerar, pero sí recordar de vez en
cuando, como ahora.
Empecé
a escribir en la adolescencia, del modo en que uno empieza todo, haciéndolo: un
diario personal, un discurso de fin de año, un viaje a la montaña. Después debo
haber creído que podía o quizá no, quizá no imaginé nada. En cualquier caso,
escribir es hoy un ejercicio del que no puedo sustraerme, por más que trate y
por más incertidumbre —esa es la palabra— que me genere. Hace días hablaba de esto con una
amiga. Le decía que, de un tiempo a esta parte, me enroscaba en preguntas de
corte metafísico, que me estaba interpelando acerca de la escritura, pero sobre
todo acerca de lo que estaba produciendo que, aunque no era mucho, algo era.
“En el fondo —dije— me estoy cuestionando si lo que hago tiene sentido
y si debo seguir o largar todo para siempre”. “Yo creo que vos no podés dejar —dijo ella—: la escritura es
la manera que tenés de entender el mundo y de estar en él, y si dejaras de
hacerlo, te apartarías de una ¿herramienta? que te sirve en la vida”.
Repasé
la respuesta varias veces y me quedé pensando.
No
cursé Letras en Puan, tampoco estudié periodismo, pero hice talleres con buenos
maestros: con Marcelo di Marco, Liliana Heker, Josefina Licitra. Además, leí,
vi películas, escuché música. “Había que aprender —como dijo Capote—, y de tantas
fuentes”. Y ese aprendizaje, sumado a uno o dos detalles congénitos, debió
alcanzar para escribir un texto respetable. Hace seis años, mis reportajes
empezaron a salir y, a cambio de eso, yo empecé a cobrar. Y ese dinero
inesperado y la idea de que mis textos tendrían lectores me hizo bien. En
parte, digamos, me entusiasmó. “Deberías estar contenta”, me dijo más de un
amigo. Y tal vez sí, y sin embargo. El 60 Ramal Panamericana no viene y yo me
pregunto por qué insisto, acá, de pie —ya pasaron cincuenta minutos—, si no hay editor
que me apure, ni medio que me exija, ni bolsillo —el mío— que lo necesite. Pero, ¿acaso, es eso lo que busco:
un editor apurado, un medio que me pida, una billetera vacía que me obligue a
escribir, lo que sea, para llenarla? Quién sabe. Por lo pronto, hay otra cosa:
algo que va más allá de cualquier argumento razonable. No obstante, cambio violentamente
de planes. “Daniel —escribo por Whatsapp—, el colectivo no viene. Un día de estos te llamo
para coordinar otro encuentro. Te pido me disculpes. Saludos”.
Tengo
que estar lúcida y de buen humor para lograr que mi entrevistado se sienta a
gusto y hable con soltura de su intimidad (a la que no tengo ningún derecho).
Lúcida y de buen humor para escribir después el texto que yo misma decidí
escribir y que, tal vez, algún editor acepte leer. Y, en el mejor de los casos,
publicar.
(texto publicado en la revista FronteraD)