Paré un taxi en el Parque Kennedy y pregunté cuánto me saldría el viaje.
“Hasta la Avenida Mariscal La Mar al 1300”, dije. “Diez soles”, dijo el chofer, gorra
con visera. Siempre me resultó curiosa la modalidad limeña de consultar el
precio de antemano, incluso la modalidad de regatear. En Lima, no hay
taxímetros, y uno sabe, antes de empezar el viaje, cuánto pagará al bajar, no importa si el
trayecto dura diez minutos o acaso una hora. “Está bien”, dije. Abrí la puerta y subí. Y
entre una cosa y otra, el hombre alzó la mano, dejó un pucho encendido en evidencia y me preguntó si me molestaba. Me molestaba, sí, pero por algún motivo dije que no. Un segundo más tarde, me di cuenta, por el olor, de que el pucho era auténtico porro "¡Oh!", dije para mis adentros. No sabía que, en la capital peruana, los
taxistas podían fumar, mucho menos que podían fumar cigarrillos de marihuana. O quizá no podían, pero era lo mismo. No sé de qué me asombraba:
la escena transcurría en Lima, pero bien podía transcurrir en Buenos Aires o a
lo mejor en Bogotá. Por respeto, supongo, el hombre sacó el brazo culposo por la ventanilla, después, aceleró. Enseguida subió el volumen. Lo que siguió fue una
especie de rap en español que hablaba de los vicios y sus tragedias y decía
cosas como “Nada te impide que tú lo consumas”, “Este es el vicio que con tu
permiso te mata”, algo así. Me asusté. Pensé que el tipo se desviaría sin que
yo lo notara; pensé que me llevaría a los bajos fondos de Surquillo; pensé, en
resumen, lo peor. En todo individuo, taxista o no, se oculta siempre —para bien o para mal— un Travis Bickle. Estaba en Miraflores, pero no sabía exactamente
dónde. No tenía conexión a Wi-Fi ni la posibilidad de llamar por teléfono. Mis compañeros de trabajo me esperaban para cenar en un restorán ubicado entre Miraflores y San Isidro.
“Te va a encantar —me habían dicho—, ya vas a ver”. Y sí, seguro, pero eran casi
las nueve de la noche, y yo no lograba distinguir nada que me resultara familiar. Recordé las veces que había visitado Lima y
en las que, al volver a Buenos Aires, me había jactado de moverme como en casa:
de El Olivar a Barranco, de Barranco al Faraona Grand Hotel, de la Avenida
Conquistadores al centro comercial Larcomar. De vez en cuando, miraba hacia el
espejito retrovisor. Todo parecía en orden, y sin embargo. Traté de relajarme y de pensar en el menú del que tanto me habían hablado: ceviche con choclo
peruano y tiraditos de atún y conchitas a la parmesana. Y pisco, un sobresaliente pisco, que me pondría en esa frecuencia de euforia cósmica que tanto me gusta. En eso estaba cuando, de golpe, el chofer detuvo el auto.
Bajó el volumen. “Llegamos”, dijo con toda naturalidad. Rápido, abrí la
cartera. “Sírvase”, dije yo, y le di los soles. Los diez soles. Y también las
gracias.
(texto publicado en la revista FronteraD)
(texto publicado en la revista FronteraD)