Desde
hace más de una década visito a mi tía con cierta regularidad. La vine a ver
por primera vez en el año 2000, a la casa de São João do Estoril —una
localidad costera situada a 30 kilómetros de Lisboa—, donde estoy ahora. Pasé
con ella, en esta misma casa, en un barrio llamado Galiza, los últimos meses del
2001. Juntas vimos el derrumbe de las Torres Gemelas y el comienzo de la guerra
de Irak en 2003. Ese año, yo había decidido estudiar lengua y cultura
portuguesas, y me había mudado a Lisboa. No vivía con mi tía, pero la
frecuentaba. Después, volví a Buenos Aires, y siete años más tarde, en mayo de
2011, en el lugar de siempre, nos volvimos a ver. Esa vez charlamos mucho; probablemente más que las veces anteriores. Y fue durante ese breve período, entre una
charla y otra, cuando me pregunté, una y otra vez, cómo, con qué recursos,
cuando se carece de casi todo, llega una mujer a formar su carácter y
defenderse y vivir, de adulta, todas las vidas que le han tocado. Porque María, intuí en ese entonces, es muchas
—demasiadas— mujeres a la vez. Mirarla a ella era como mirar un destino
colectivo sobre el que me hacía preguntas.
Tal vez por eso, tiempo después, vuelvo a verla. Ella me
recibe como si me hubiese estado esperando. Yo, como diciendo: “¿Viste que no
pasó tanto tiempo al final?”.
Sin embargo, algunas cosas han cambiado desde la última
vez. Desde hace tres semanas, María está postrada, recuperándose,
después de una caída, de una cirugía de fémur.
Que los huesos se achaquen y se rompan es usual a
determinada edad y, en ocasiones, en muchas, las consecuencias de dichos
achaques son previsibles, además de tristes. Sin embargo hay algo que me
tranquiliza: mi tía no suele ser la regla. Así como se la ve, sola y
medio descangayada, derriba estadísticas, altera pronósticos, acorta tiempos de
recuperación y me pregunta, desde la cama, después de saludarme y sonreír y ser,
contra toda previsión, la de siempre en la voz y en el espíritu en alto, si ya
almorcé, si no me gustaría comer algo, que en la heladera hay de todo.
—Fijate: hay queso, hay leche, hay carne. Hacete un sándwich, vos al final nunca comés nada.
Yo no comeré nada, pienso, pero vos, tía, no cambiás más.
(fragmento del texto "Todas las vidas de María")