Te miro y me gustás. Así, menudita, flaca, rubia. Lacia también, pero
no tanto, y mejor al final. Que un poco de movimiento al pelo no le hace
mal a nadie. Menos a vos. Tan
clásica siempre —si no es negro es blanco, si no es blanco, rojo
y así—. Decía, esas ondas en el pelo, a veces revuelto, te dan el aire que
te merecés: ni tan prolijo ni tan correcto. Al fin y al cabo, sos loca vos. Aunque a simple vista nadie lo pueda decir. Ni nadie diga esta chica es
hipocondríaca y claustrofóbica ni diga la edad que tenés. Treinta y dos, decís vos. Hace cuánto, no sé. Pero de tanto decirlo te lo terminaste
creyendo y también los demás. Hay un rollo ahí, la psicóloga te dijo una vez, algo sin superar y
ocho cuartos. Y vos decís que sí, que puede ser. Pero no vas a dejar de decir treinta y dos. Cuando
pensás en la edad te angustiás. Y cuando pensás en lo viejo y en el olor a
viejo. A vos la vejez no te va. Para vos no se han hecho ni el ciático, ni las
canas, ni las patas de gallo, ni. Ese principio de papada te aterra. Y lo odiás con un odio infinito
aunque no sea más que eso: un puro principio. Papada dónde, te dice una amiga. No podés ser así. Con vos y
los demás. Así, cómo, decís. Como despiadada, como que no te perdonás una, ni a vos ni a los demás. Pero la culpa no es toda tuya. Hay cosas que heredaste, y
lo que no heredaste, lo aprendiste. Aparte, sos hija única. Sobreprotegida, exigente, consentida, neurótica por
lo perfectito. Así y
todo, "única", dijo desde el vamos tu padre. Y por algo te llamó Soledad.