Miguel
Barnes no alcanzaba el mostrador cuando su madre, María Antonia Vargas, abrió
en Guayaquil 877, en el barrio de Caballito, la verdulería de la que él y su
hermano mellizo, Luis Barnes, se harían cargo tiempo después. Con los años, la
empresa familiar se agotó, y el futuro barbero decidió poner algo por su cuenta.
Lo primero que hizo fue buscar un local. En la esquina de la calle Valle y el
Pasaje Bertres, vio una carnicería y entró. “Me gustaría vender frutas acá,”
dijo. El dueño lo miró. “Pero yo te conozco, ¿no sos uno de los mellizos?” Y como era, sí, el carnicero
enseguida aceptó el trato. Al día siguiente, Barnes se pagaba el primer flete hacia mercado de frutos de Dorrego. Con poco efectivo, pero con fama de pagador,
los puesteros, que lo conocían de toda la vida, le fiaron. Su pericia en el
rubro, su manía disciplinada y su popularidad hicieron que las ventas no
tardaran en aumentar. “Vení”, le dijo a los dos meses el dueño del local. Lo
llevó detrás del mostrador, abrió la caja y empezó a contar. Quería mostrarle
que la venta de frutas y verduras contribuía al negocio de la carne. “¿Sabés
cuánto hacía que no trabajaba las reses que trabajo hoy ni hacía una caja como
esta?”. Con el tiempo, abrió nuevos locales. En uno puso al frente a un amigo,
en el otro a una amiga. Hasta que un día dijo basta —además de mujer y una hija, ahora tenía treinta y cuatro años y un
departamento modesto, pero propio—, no
renovó contratos y decidió aprender el oficio que de chico le había gustado y
que de adulto le cambiaría la vida.
Ni peluquero ni estilista ni asesor de una agencia de peinadores: Barnes aspiraba a ostentar el vetusto título de barbero.
La moda setentosa de los hombres con pelo largo, alentada por los Beatles y la British invasion, había obligado a los
salones masculinos a diversificarse. En los ochenta, las peluquerías unisex se
habían multiplicado y, en la última década del siglo XX, eran las más comunes.
Entrados los años noventa, nadie en su sano juicio soñaba con manipular una navaja, excepto
Miguel Barnes.
El
pasaje de verdulero consuetudinario a barbero a tiempo completo fue gradual, pero sostenido. Mientras acumulaba antigüedades y se hacía una imagen mental de
cómo sería el salón, su vestuario y con él su apariencia física empezaron a
mutar: empezó a usar tiradores, sombreros, zapatos de charol. Y, así vestido,
salió a la calle: recorría anticuarios y encaraba cada compra con el
histrionismo y la seguridad del actor que sabe que está haciendo bien su papel.
Un 7 de agosto —día de San Cayetano—, tras siete años de gestación, el flamante
barbero abrió un local.
“No
en San Telmo ni en la avenida del Libertador ni en Puerto Madero”, aclara
Barnes. La barbería La
Época nació en Caballito, un barrio con doble arista comercial y residencial,
de clase media, situado en el centro geográfico de la ciudad, lejos de los
circuitos turísticos tradicionales, pero cerca de la avenida Rivadavia ,
la estación
Primera Junta de la Línea A del subte y del antiguo mercado del
Progreso. “Había que encontrarla”, dice hoy. Y para eso era necesario trabajar.
Sin un peso, pero con ingenio y actitud ganadora, el barbero encaró el negocio.
Tenía treinta y nueve años y no podía darse el lujo de fracasar. Sabía que en el
camino estaba solo (la barbería nunca
había sido una empresa con la que su mujer estuviera de acuerdo y su matrimonio
pronto se disolvería). Lo primero que hizo fue promocionar el salón por el
barrio. Visitó el colegio más importante de la zona —el Marianista— y coordinó excursiones de alumnos al local.
Organizó espectáculos de jazz con músicos amigos e invitó a vecinos para que le
hicieran el aguante. Regateó publicidad en periódicos barriales. Y un día de
2002, llegó a la revista Viva de Clarín sin conocer a nadie.
Era
lunes y Barnes iba por primera vez a la redacción del diario, en la calle
Tacuarí. Llevaba capa, maletín porta sombreros y zapatos combinados. Sabía el
nombre de la secretaria del editor jefe que un exempleado de Clarín y cliente suyo le había
facilitado, pero él no la conocía ni ella sabía de él. Cuando se anunció, la
recepcionista le preguntó si la secretaria lo esperaba. El barbero dijo “no” y
le pidió por favor que le transmitiera que él era Miguel Barnes de la barbería La Época. Mientras
la mujer, perpleja, llamaba al interno, el barbero se puso en evidencia. Apoyó
la sombrerera en el piso, se abrió la capa y esperó a que la chica hablara y le
dijera a la destinataria que un loco la estaba buscando. La estrategia causó
efecto. Enseguida lo invitaron a subir. Lo demás fue cuestión de actitud y puro
talento para convencer a los presentes. La nota se tituló “Un museo viviente
del pelo” y aún hoy cuelga de una de las paredes del salón. El barbero ya no
se esfuerza por promocionarse, ahora son los medios —La Nación, TN, BBC,
National Geographic—, los que lo buscan y se interesan en él.
(texto publicado en la edición para iPad de la revista Letras Libres del mes de marzo)
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